Nuestras artes de pesca
Las artes de pesca en aquellos años en nuestra etapa de chavales en el pueblo eran, aparte de caseras al cien por cien, bastante rudimentarias en esencia; si bien, lo suficientemente útiles para que prestasen la misión a ellas encomendada y nos proporcionasen con cierta facilidad la captura de los dos tipos de elementos pretendidos; es decir, peces y cangrejos.
Y así, montada ya la caña, nos urgía el estrenarla. Así que aprovechábamos el primer rato libre para escaparnos hasta alguno de los arroyos cercanos al pueblo que disponían del suficiente caudal de agua, para dar rienda suelta a tan noble arte. Eso sí, ya sabíamos que teníamos que armarnos de un cierto grado de paciencia, porque no todos los días que echábamos la caña al agua los peces querían picar en nuestro cebo. O tampoco, siempre que picaban conseguíamos la pieza, porque a veces tirábamos de la caña hacia arriba y el pez se nos escapaba, o se había comido el cebo y había desaparecido sin más. Así que vuelta al principio.
Y esta vez sí, para nuestra satisfacción, al poco rato la pieza que conseguíamos nos sorprendía por su tamaño; y nos animaba a echar una y otra vez la caña en el mismo lugar. Hasta que vencida la tarde, y con el sol ocultándose ya por detrás de la torre de la iglesia, regresábamos felices a casa con nuestro cargamento de peces depositados en hilera sobre la estructura de un junco de un cierto grosor, con el que previamente nos habíamos aprovisionado. Al pasar junto a la iglesia camino de nuestras casas, veíamos de reojo cómo los vencejos se mostraban aquel atardecer especialmente ruidosos en aquellos entornos; aunque nuestro máximo interés era llegar cuanto antes a casa para mostrar a los nuestros nuestro gran resultado de pesca de aquella tarde.
Otra de las artes de pesca, que también seguíamos al pie de la letra en cuanto a preparación de aparejos y ritual en general, era la pesca de cangrejos. Aunque en esta ocasión, contando con la ayuda de los mayores de la casa, los abuelos generalmente, en el momento de la confección de las redes para los reteles que empleábamos en la captura de los cangrejos. Porque, aunque los reteles los habíamos adquirido también en Saldaña, si queríamos disponer de alguno más de manera rápida, o si se trataba de reparar la red de alguno de ellos, entonces teníamos que recurrir a nuestros mayores. Así que, una vez preparados todos los reteles y buscado el cebo más adecuado, partíamos, con la alegría reflejada en el rostro, hacia las inmediaciones del arroyo que ya conocíamos como más cangrejero de todos los que rodeaban al pueblo. Llegados al lugar y sin perder ni un solo minuto, porque las ganas de ver nuestros reteles llenos de cangrejos iban en aumento, echábamos todos los artilugios al agua dejando bien visibles las cuerdas que los sostenían; esperábamos, nerviosos eso sí, algunos minutos y comenzábamos a levantarlos uno por uno ayudándonos de un palo de una cierta longitud, que en su punta terminaba en una especie de horquilla que permitía que la cuerda del retel se deslizase a su través. Y era entonces el momento por antonomasia de la alegría o de la decepción, dependiendo de si el retel contenía algún cangrejo o no. Y es que ya nos imaginábamos llegando a casa con nuestro abultado cargamento de cangrejos depositados en aquellos particulares fardeles tan a propósito elaborados, y mostrándoselos a nuestras madres, que serían al final las que se encargarían de cocinar tan exquisito manjar. Así que, cuando la tarde ya se vencía y comenzaban a aparecer en el horizonte los primeros signos de oscuridad, nuestra aventura de pesca de aquella tarde se daba por concluida. Y regresábamos a casa contentos.
Y claro, luego quedaba contar nuestra andanza de la tarde de pesca al grupo de amigos del pueblo que no se habían embarcado aquel día en aquella apasionante aventura. Y ahí sí que la gozábamos también.
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